El tema de la sexualidad produce en las personas reacciones que expresan la incomodidad y dificultades que suscita dicha temática. Por otro lado, sexualidad y religión son dos ámbitos que históricamente han mostrado una relación de tipo antagónico y en muchos casos conflictiva y si a esto se le suma el aspecto de lo que hoy se denomina diversidad sexual, entonces las respuestas o actitudes se tornan mucho más complejas.
La sexodiversidad es
hoy una realidad mucho más explícita en la sociedad que en décadas pasadas, ya
en varias ciudades del mundo se ha legislado en torno a las uniones civiles
entre personas del mismo sexo y la visibilización de este sector en el ámbito
social es cada vez más relevante. En países como Argentina, Uruguay y Brasil ya
es posible que dos personas del mismo sexo puedan legalizar su relación
afectiva y en otros países, incluyendo Venezuela, ya hay proyectos en esa misma
dirección. (http://www.elmundo.es/america/2013/05/15/brasil/1368619221.html). Los colectivos de lesbianas, gays,
bisexuales, transexuales, travestis e intersexuales (LGBTI) ya no están tan
invisibles como en épocas pasadas y el mundo eclesial no está excluido de
toparse con esta realidad, incluso dentro de sus propias comunidades de fe.
La sociedad, en
general, manifiesta un rechazo muy particular hacia las personas no
heterosexuales y en no pocos casos las actitudes de aversión se traducen en
acciones concretas de violencia y de muerte. En Venezuela la situación no es
muy diferente de lo que puede ocurrir en otros países del continente, donde la
violencia hacia las personas de la sexodiversidad se justifica y legitima
directa o indirectamente. Entre los años 2009 y 2013 se registraron 46
asesinatos por orientación sexual e identidad de género en el país, notándose
incrementos significativos cada año. Este tipo de violencia que se ejerce hacia
la sexodiversidad se identifica como crímenes de odio, es decir, acciones
motivadas por el color, sexo, orientación sexual, género, étnico, entre otros.
Hay que subrayar que la mayoría de estas
muertes corresponden a jóvenes de la diversidad sexual entre 14 y 30 años de
edad y que esta instigación al odio, de acuerdo a algunos especialistas, es
alimentada por partidos políticos, Estado, e iglesias, entre otros, (ACCSI,
2013).
De acuerdo a los datos que ya se han procesado del censo 2011
y dados a conocer por Frank Ortega, sub coordinador del Censo Nacional de
Vivienda y Población, se estima que en Venezuela hay entre 4.000 y 6.000
parejas del mismo sexo, y de acuerdo a proyecciones de organizaciones
nacionales e internacionales se considera que el 10% de la población es
de orientación homosexual. Esto sin considerar a las personas
Lésbicas, Gay, Bisexuales
y Trans (LGBT)
que no viven
en pareja, pero
que hacen vida
en el país
(http://globovision.com/articulo/ine-en-venezuela-hay-entre-4-mil-y-6-mil-parejas-homosexuales).
Estos datos reflejan una realidad que las iglesias no pueden ignorar y cuya
interpretación amerita un acercamiento que analice la espiritualidad que
históricamente ha predominado en el cristianismo y los elementos
epistemológicos que están detrás de dicha construcción y que han determinado la
relación con dichos colectivos.
La actitud de muchas
iglesias, de inspiración cristiana, es de discriminación y condena hacia los
grupos de la sexodiversidad, lo cual hace que quien no es heterosexuales tenga
que ocultar su orientación para mantenerse dentro de las mismas, ya que hacerla
pública implicaría ser excluido de su comunidad religiosa y perder el espacio
donde vivir su fe. La mayoría abandona sus iglesias tanto católicas como
protestantes sin renunciar a sus creencias y caminan al margen de la
institucionalidad que los condena y juzga. Muchos alegan que abandonaron las
iglesias, pero no a Dios (ONUSIDA, 2012).
Tradicionalmente las
iglesias cristianas han interpretado y calificado a las personas que forman
parte de los grupos LGBTI de diferentes maneras: la clasificación patológica,
como enfermos; la clasificación moral, pervertidos; la clasificación religiosa,
pecadores. Esta actitud ha hecho que las personas LGBTI que forman parte de
estas comunidades mantengan un silencio sobre su orientación sexual a fin de no
ser rechazadas y mantenerse dentro de la comunidad eclesial sin mayores
problemas; y por otro lado, quienes se atreven a expresar su orientación sexual
deben abandonar la iglesia por las presiones que se ejercen y la discriminación
a la que son sometidos por parte del resto de los feligreses.
Las iglesias han tenido
que afrontar el encuentro con la alteridad a lo largo de toda su historia, lo
cual no hace de ‘lo diferente’ algo novedoso para ella, ya que ha sido un
desafío constante en su historia y por lo tanto no es una experiencia nueva: la
diversidad cultural, la diversidad socioeconómica, la diversidad política e
incluso la diversidad religiosa, han sido realidades que ha tenido que
enfrentar y con las cuales el encuentro ha sido una posibilidad siempre en
proceso de construcción y diálogo. Este tipo de diversidad no ha generado la
antipatía que la diversidad en cuestiones de orientación sexual ha despertado
en el mundo religioso y mucho menos se ha asumido como el resto de las
diferencias ya mencionadas.
El tipo de
espiritualidad o el cómo se interpreta y se vive la fe es un factor que subyace
en la manera cómo se establecen las relaciones y actitudes hacia lo que el
texto bíblico llama el prójimo. Hay una espiritualidad que se ha construido
desde la heterosexualidad, el poder, los roles sociales y los dogmas que
inciden de manera significativa en las actitudes de estigmatización,
discriminación y exclusión hacia los grupos LGBTI. En consecuencia muchas
personas de la sexodiversidad que se consideran cristianos/ se ven forzados a
desarraigarse eclesialmente y no poder desarrollar su fe dentro de sus propias
comunidades eclesiales, lo cual hace que los LGBTI no encuentren espacios
religiosos donde se les reconozca como personas dignas y donde puedan vivir y
practicar su fe cristiana. Estos colectivos no sólo les toca sufrir la agresión
social, política, familiar, cultural, sino que la instancia que pregona el amor
al prójimo sobre todas las cosas, también los condena y legitima religiosamente
estas acciones en su contra. Esta espiritualidad produce actitudes antagónicas
hacia los colectivos de LGBTI y a su vez la proclamación y vivencia de un
evangelio no inclusivo y no dignificante, que se opone a la praxis de vida de
Jesús de Nazaret y a la espiritualidad promovida con su ejemplo.
El fenómeno de la
sexodiversidad como realidad social parece ser que será uno de los que atraerá
mayor atención en el siglo XXI por parte de distintos sectores, incluyendo el
religioso. El empoderamiento de los sujetos sexodiversos, su permanente lucha
por derechos y su visibilizarían social como no había ocurrido antes, hace casi
imposible seguir obviando una realidad que históricamente ha desafiado los
convencionalismos sociales, las leyes y la fe. El cristianismo, como fenómeno
socio-religioso tampoco puede colocarse de espalda ante otros fenómenos que lo
desafían y exigen nuevos replanteamientos. De allí la necesidad de revisar la
hermenéutica que se tiene desde la espiritualidad cristiana sobre las personas
que salen del patrón heteronormativo y qué factores dinamizan dicha relación.
Lo Derechos Humanos no
son exclusivos de los heterosexuales y no están mediados por la orientación
sexual de las personas, así que el desafío para las iglesias cristianas y los
cristianos es asumir acciones de promoción y defensa de la dignidad de quienes
la sociedad ha arrojado a las fronteras de la vida y negado su imagen divina. Por
tanto, el desafío es sumarse a ese camino por el reconocimiento, la defensa y
la reivindicación de sus derechos, teniendo a Jesús de Nazaret como nuestro
referente teológico, a través de quien miramos, sentimos y participamos en esa
realidad. (Mc. 10.51; Mt. 5.1-12).