A
MODO DE INTRODUCCIÓN
¿Qué está pasando en
Venezuela? Esta pregunta deambula en la mente no sólo de los que habitamos el
país, sino que cual migrante ella salió para habitar también tierras lejanas,
sin encontrar una respuesta que la satisfaga plenamente. La realidad venezolana, de los últimos años
ha despertado, no sólo en quienes la respiramos diariamente, sino también en diversas
partes del mundo, un sinfín de inquietudes y posicionamientos encontrados que
producen una diversidad de reacciones que van desde preocupación, pasando por
incomprensión y hasta admiración.
Hoy las noticias que
reporta la prensa internacional sobre Venezuela no son nada alentadoras a causa
de las situaciones que describen sobre diversos ámbitos de la vida nacional.
Los matices varían, pero en su mayoría coinciden en presentar a la sociedad
Venezuela en violencia permanente, casi una guerra civil, con un gobierno “dictatorial”
que reprime a sus ciudadanos, con una oposición transformada en “héroes” que
luchan por la libertad, con mujeres que dan a luz en la puerta de los
hospitales, niños en estado de desnutrición, escasez de alimentos y
medicamentos.
Por otro lado, países
como Brasil, Colombia, Argentina, Perú, Ecuador y Chile, han sido receptores de
una migración inédita de venezolanos que ronda los 2 millones de personas, lo
que, a su vez, ha generado en ciertos sectores de estos países, rechazo no sólo
por parte de individualidades, sino de gobiernos. Hoy la presencia de
venezolanos en el extranjero es calificada, por ciertos grupos, como una
amenaza a la tranquilidad, bienestar y seguridad de dichos países. Algunos
ciudadanos endosan a esta oleada migratoria el aumento de la delincuencia,
pérdida de empleos, indigencia, violencia, prostitución, en sus respectivos
países; y hasta los culpan, en algunos casos, del incremento de las rupturas
afectivas, entre otras anomalías.
Por si esto no fuera
suficiente, las noticias de los diarios también dan cuenta de las sanciones que
el gobierno de los EE. UU ha impuesto sobre una cantidad considerable de
funcionarios y ex funcionarios del gobierno y militares, a quienes se les acusa
de corrupción, delitos contra los derechos humanos, narcotráfico, entre otros.
Las tensiones con el país del Norte han llegado a tal punto que hasta se ha
dilucidado la posibilidad de una intervención militar a Venezuela, la cual ha
sido aplaudida por opositores radicales al gobierno dentro y fuera. Y mientras
escribo estas líneas el presidente Trump ha admitido públicamente que no está descartada
el uso de la fuerza, por parte de su gobierno, para deponer al presidente
actual de Venezuela.
Ante este panorama,
es difícil para quienes somos militantes de la fe en Jesús de Nazaret y su
Reino de Justicia, no levantar algunas interrogantes que ayuden a aprehender la
realidad, a intentar explicar qué es lo que está aconteciendo en el país de
Bolívar: ¿Qué tanto de lo que se dice en los medios y redes sociales es cierto?
¿Es posible tener una explicación que satisfaga a plenitud nuestro deseo de
saber lo que realmente nos está pasando? ¿Qué papel han jugado los grupos
religiosos en esta coyuntura socio política? ¿Qué han dicho las iglesias y qué
han callado? ¿Qué nuevos desafíos han surgido de esta coyuntura sociopolítica
para la misión de las iglesias? ¿Cómo hacer una interpretación de lo acontecido
que vaya mucho más allá de las redes sociales y el sesgo de los medios de
comunicación? ¿Por qué el “caso Venezuela” tiene tanta repercusión
internacionalmente, incluso mayor que otros países que atraviesan por conflictos
similares y hasta más complejos que el nuestro en algunos casos? ¿Representa la
oposición venezolana la salvación a la “catástrofe” que vive el país con este
“régimen”?
El propósito de estas
líneas no es responder todas esas interrogantes, pero sí reflexionar sobre esta particular coyuntura
desde el universo teológico que nos habita, para propiciar acercamientos y
acciones en dialogo con esa realidad que nos interpela a diario y a la luz del
mensaje liberador y de justicia de Jesús de Nazaret.
Bipartidismo
y la “iglesia apolítica”
Después de la
caída de la dictadura de Pérez Jiménez en 1958, la nueva etapa democrática se
iba a caracterizar por la hegemonía de dos partidos que compartieron el poder
durante 40 años: AD y COPEI. El pueblo venezolano había volcado en esta etapa
embrionaria de la democracia todas sus esperanzas de que era posible la
construcción de un país alejado de todo lo que significó la dictadura militar y
que estuviese marcado por los ideales de democracia, justicia social y el progreso.
Sin embargo, estos
deseos fueron traicionados por los gobernantes de turno: las desigualdades
sociales se agudizaron, la violencia se institucionalizó con rostro democrático
y el progreso nunca llegó en los términos esperados. El modelo democrático en
la primera década, logró un importante crecimiento económico que mejoró
relativamente las condiciones de vida de los sectores populares, lo cual le dio
un importante nivel de aceptación y legitimidad. Pero en la década de los 70 la
sociedad venezolana entra en una acentuada crisis a nivel económico, político y
cultural, debido a la reducción de la renta petrolera que le impidió al Estado
satisfacer las demandas sociales de los ciudadanos y los partidos hegemónicos
se distanciaban cada vez más de los intereses populares y se transformaron en
grandes maquinarias electorales signadas por el clientelismo y la corrupción,
que excluyen a los sectores populares no sólo de sus políticas sino hasta de sus narrativas y discursos.
Ya para la década de
los 90 el malestar social era bastante generalizado,
especialmente, en las clases populares, y el desprestigio del hecho político
había caído a su nivel más bajo, perdiendo su legitimidad y el respaldo de las
grandes mayorías. La ausencia de una alternativa política marcaba los estados
de desesperanza y desilusión, mientras que las propuestas alternativas
provenientes de la izquierda eran débiles y no lograban articular ni capitalizar
el malestar socio político que habitaba en la mayoría de la población.
En este estadio sociopolítico marcado por la
hegemonía del bipartidismo, la actitud de las iglesias evangélicas se dio en
correspondencia con la herencia teológica que se instaló en los imaginarios
religiosos de la época. La iglesia evangélica venezolana heredó de las misiones
norteamericanas, como casi todas las iglesias de América Latina, un pensamiento
teológico de carácter fundamentalista que marcó muchas de sus
posturas ante los problemas sociales del país.
Ante los dilemas y conflictos sociales que
caracterizó al bipartidismo la pregunta que teológicamente se hacían los
cristianos era ¿cómo vivir en este mundo con nuestra fe sin contaminarnos? O
¿Cómo mantenernos santos en medio de tanta impureza? La respuesta a esta
interrogante era obvia: alejándose lo más que se pueda del “mundo”. El mundo se
asumía como escenario antidios, y sacar a las personas de allí para
trasladarlos al Reino de Dios, el cual se equiparaba a la mismísima iglesia,
representaba la razón de ser de la misión. Así que quienes estaban “dentro de
la iglesia”, en este caso la evangélica, estaban alejados de lo profano, pero
vinculados a lo sacro. La preocupación
no radicaba en discernir la realidad donde la fe toma lugar, sino vivir la fe
como “cristianos” más no como ciudadanos, por lo menos no como ciudadanos de
este mundo.
En consecuencia, la “aparente apoliticidad” de
la iglesia resultó en un apoyo político a quienes ostentaban el poder. El
silencio de la iglesia ante los graves problemas del país la convirtieron en un
cómplice político del status quo de
la época. Su pretensión de vivir la fe de manera ahistórica y desencarnada no
fue más que una forma de sustentar y fortalecer la legitimación en el poder de
los grupos políticos que formaban parte del bipartidismo nacional. Las iglesias
se mostraban despreocupadas por las realidades terrenas, y eso era evidente en
la actitud apática hacia los problemas temporales de la humanidad, su propuesta
ultra terrenal de solución, y su interpretación a las calamidades como designios
de la voluntad de Dios. Durante 40 años, con muy pocas excepciones, las iglesias
construyeron su “misión” de espalda a las realidades sociales del pueblo
venezolano, sustentada en una teología centrífuga. Su participación política se
limitaba a acudir cada 5 años a elegir un presidente y a esperar con una
actitud de resignación social la irrupción de Jesús en la historia por segunda
vez para acabar con las tragedias y males de este mundo.
La teología heredada ubicaba lo político en el
escenario de lo profano, mientras que la fe era ubicada en el campo de lo
sagrado; así que era imposible, desde esta perspectiva, hacer algún tipo de
relación o vinculación entre ellas. La
concepción de política, además, estaba reducida al ámbito de los partidos y no
se concebía a un cristiano asumiendo una militancia partidista, aunque hubo
excepciones. El reduccionismo teológico heredado generó a su vez una postura
reduccionista de la política al anclarla de manera exclusiva a la militancia en
AD o COPEI, partidos que monopolizaron y se apropiaron del quehacer político en
Venezuela por un periodo de 40 años.
La teología, entendida de esta manera, se hizo
guardiana de “la sana doctrina política”, que no era más que la justificación
religiosa del orden vigente y juzgaba y condenaba cualquier otra manera de reflexionar
teológica y políticamente. De manera implícita y explicita persiguió y vetó lecturas bíblicas
e interpretaciones sociopolíticas que atentaban contra el orden establecido.
Así como políticamente condenaba los sistemas que cuestionaban el capitalismo,
también descalificaba propuestas teológicas alternativas y liberadoras.
La
inflexión de la democracia y la “iglesia política”
En 1999 Venezuela experimentó
una importante inflexión política con la llegada de Hugo Chávez a la
presidencia de la república con una clara victoria electoral que lo colocó como
un líder ajeno al bipartidismo. Chávez, un militar que se dio a conocer en el
escenario público a través de un fallido golpe de estado en
el 1992, y asumió, ante las cámaras de TV, la responsabilidad de lo acontecido
en un país donde los políticos nunca asumieron la responsabilidad de sus actos,
se convirtió desde entonces en un líder que marcaba distancia de la desgastada
manera de hacer política.
Una vez asumida la
presidencia, Chávez, convocó a refundar el país por medio de una Asamblea
Nacional Constituyente, la cual fue avalada mayoritariamente por el pueblo con
un 88% de aprobación, proceso que culminó el 15 de diciembre de 1999 con el 71%
de los votos que legitimaron el texto constitucional de la nueva República
Bolivariana de Venezuela. En ese sentido, se diseñó una Nueva Constitución con
una amplia participación de los diversos sectores de la sociedad venezolana, cuyo
contenido propiciaba un nuevo marco jurídico más ajustado a las realidades
que exigía el país en términos de justicia social y derechos. A partir de allí
se desarrollaron políticas y programas que buscaban dar respuesta a la
diversidad de problemas que el antiguo modelo no pudo resolver y asumir la
deuda social generada desde entonces.
El nuevo gobierno se caracterizó, entre otros
aspectos, por una distribución de la renta petrolera orientada hacia las clases
excluidas y menos privilegiadas, lo cual se realizó por medio de políticas
sociales ejecutadas a través de las llamadas misiones, las cuales
permitieron a un porcentaje significativo de la población salir de su condición
de pobreza y hubo una significativa reducción de la brecha socioeconómica, lo cual
fue reconocida por la CEPAL y otros organismos internacionales.
Los grupos excluidos por excelencia tales como mujeres, campesinos,
asalariados, indígenas, pobres, etc., comenzaron a asumir papeles protagónicos
en contra del imaginario ideológico que les asignaba un papel de resignación
social y asimilación acrítica de la realidad impuesta. El nuevo marco constitucional
les daba herramientas de empoderamiento a los nuevos sujetos que desde las
periferias y la base de la pirámide social comenzaron a hacer sentir sus voces,
y a fortalecer el movimiento popular, por medio de nuevos espacios de
organización y mecanismos de participación. De allí la proliferación, como
nunca antes en la historia de Venezuela, de organizaciones de carácter popular
de mujeres, indígenas, pescadores, artesanos, obreros, desempleados, amas de
casa, etc., como expresión de resistencia y participación se hicieron parte del
nuevo escenario político
Los grupos cristianos
evangélicos, a diferencia de lo que ocurrió en el bipartidismo, asumieron
posturas de participación diversa ante el nuevo panorama político, lo cual estuvo
determinado no tanto por la variable denominacional, sino más bien por el
factor socio económico. En Venezuela el arcoíris de las iglesias protestantes
pudiera simplificarse de la siguiente manera: 1) iglesias “históricas” tales como luterana,
anglicana, presbiteriana, que son iglesias de carácter ecuménico, cuyo número en el país es bastante reducido;
2) las iglesias evangélicas, de carácter congregacional, producto del trabajo misionero de los EE.UU en
el siglo XX, representadas por una variedad de expresiones de iglesias
nacionales de presencia moderada; 3) las iglesias pentecostales, con su amplio
abanico, lideradas en número por las Asambleas de Dios; 4) y los movimientos
“neopentecostales”, cuyas iglesias se identifican con lo que hoy se conoce como
“teología de la prosperidad”, cuya presencia cada vez se hace más contundente.
En este sentido, el apoyo u oposición al nuevo
gobierno estuvo estrechamente vinculado, no a factores, denominacionales,
teológicos o ecuménicos, sino al factor socioeconómico. Las iglesias ubicadas
en extractos socioeconómicos bajos y de una teología más tradicional
interpretaron la llegada de Chávez como un “Mesías”, y otros cristianos de
corte más progresista se identificaron con su discurso emancipador como fue el
caso de la Unión Evangélica Pentecostal (UEPV); las iglesias de extractos medio y portadores
de una teología menos fundamentalista asumieron una postura contraria
identificando a Chávez con un tipo de “anticristo”, o por lo menos con propuestas
que atentaban contra sus intereses, alegando su tendencias antidemocráticas, su
acercamiento a Cuba y su encendido discurso. En otras palabras, lo que
determinaba, en muchos casos, el apoyo o el rechazo, no era la identidad
eclesial (presbiteriano, pentecostal, bautista, luterano, etc), sino el lugar
donde esas comunidades eclesiales estaban ubicada y la configuración socio
económica de sus miembros. Es decir, las que estaban conformadas por personas de
clase media y alta, la tendencia era a asumir posturas de oposición; mientras
que las clases bajas y más vulnerables, la tendencia era de apoyo.
En el primer caso,
muchas de los locales de reunión fueron abiertos en los primeros años para
albergar y desarrollar las Misiones Sociales implementadas por el gobierno, lo que
hizo que muchos cristianos se involucraran de manera directa en las mismas. En
el segundo caso, estos grupos se plegaron a la línea opositora, creándose un
conflicto al interior de las mismas ya que no pudieron manejar la diversidad y
la polarización política que comenzó a encubarse al interior de la sociedad venezolana,
incluyendo las propias iglesias.
Fue así como la
polarización que acontecía a nivel político, también atravesó lo religioso,
haciendo que tanto el gobierno como los sectores opositores, cada uno a su
manera, tuvieran su propia representación y vocería de carácter cristiano. No
era ajena la participación, en actos públicos de cualquier bando, de representantes
del mundo eclesial, incluso tomando la palabra o siendo visibilizados por los
respectivos líderes políticos. De tal forma que era recurrente encontrarse con
eventos protagonizados por grupos de cristianos que avalaban las políticas
sociales del gobierno y otros cuestionando la “dictadura”. Se organizaban vigilias a favor de un cambio político y vigilias para que el Señor "fortaleciera" al
presidente; se emitían documentos plegados a la línea gubernamental y documentos plegados
a la línea de la oposición. Mientras unos mostraban su regocijo por la actitud
de cercanía del gobierno hacia las iglesias y por el lenguaje “religioso” del
presidente, otros expresaban su descontento por la cercanía del gobierno a
otras religiones no cristianas, acusándolo incluso de haber hecho pactos con “santeros”
y otros grupos para mantenerse en el poder.
El
desierto político y el desierto eclesial
A partir del 2013 el
país entró en una profunda crisis tanto política como económica con sus
respectivas consecuencias sociales y culturales. Dos factores sobre los cuales
se había apoyado el nuevo proceso político desaparecen casi de manera
simultánea: la persona de Chávez y los altos precios del petróleo. El 5 de
marzo del 2013 el presidente Chávez fallece en Cuba a causa de un cáncer y se
convocan elecciones para elegir al nuevo presidente. El 5 de abril de 2013 se
realizan las elecciones y Nicolás Maduro obtiene la victoria por un escaso
margen (50,61% a 49,12%) a Henrique Capriles. Mientras que el precio del barril
de petróleo que oscilaba en un promedio de 100 USD, comenzó una caída libre,
incluso llegó a 26 USD para el 2016, situación que ya no permitía mantener los mismos
niveles de importación, lo cual repercutió en los escases de medicamentos,
alimentos, repuestos para vehículos y una inflación que cabalgaba a velocidades
nunca antes vivida en el país. Hay que adicionar, además, el decreto emitido
por el presidente Barak Obama, el 9 de marzo de 2015,
en el cual calificaba a Venezuela como una amenaza inusual para la seguridad de
los EE.UU y cuya orden ejecutiva también
se renovó en 2016. Las implicaciones de este decreto son de carácter político,
económico y dejaba muestras claras de el posicionamiento del coloso del Norte
ante uno de los países con mayores reservas de petróleo del mundo.
En consecuencia, el
modelo de país plasmado en la Constitución del 99 se fue desdibujando
progresivamente, motivado por factores tanto internos como externos, y los
acuerdos socio políticos que fueron incorporados en el nuevo “pacto social” no
se evidenciaron en la realidad como muchos esperaban y los logros alcanzados en
su primera etapa comenzaron a desaparecer, y los conflictos a agudizarse. Las altas
expectativas que se habían levantado en un significativo número de la población
no fueron satisfechas por la práctica política, dando lugar a un profundo desencanto, ya que las acciones del gobierno distan mucho del proyecto original
que se plasmó en dicha constitución. Además, la aguda polarización en los
últimos años no ha permitido resolver los urgentes problemas que aquejan a la
población, al contrario, los ha profundizado. La diatriba política a la par de
las acciones de confrontación directa entre quienes luchan por mantenerse en el
poder a toda costa y de quienes desean desplazarlos de la misma manera ha
permeado toda la sociedad venezolana.
Por otro lado, el
gobierno mantiene un control cambiario de divisas,
que en la práctica ha sido un distorsionador de la economía y un generador de
dinámicas de especulación y corrupción. Los niveles y ámbitos de corrupción se
han elevado y democratizado a tal punto que la percepción, para muchos, es que
ha superado a lo que ocurría en la llamada IV república. Hay una economía
paralela que es mucho más atractiva y rentable, en términos de supervivencia,
que hace que todos entren directa e indirectamente en su lógica, lo cual ha
hecho que este flagelo se haya generalizado y quien tiene un puesto de poder
alto, medio o bajo lo usa para beneficio personal. El gobierno terminó por
cometer los mismos errores que le cuestionaba al bipartidismo: populismo,
rentismo petrolero, clientelismo político, nepotismo, control social, abuso de
poder, corrupción, ineficacia. Y además repitió los errores del socialismo del
siglo XX, al querer ejercer el poder al estilo castrense, homogeneizar el
pensamiento social, estatificar empresas y debilitar la inversión privada,
entre otros. Por otra parte, la injerencia externa del Norte Global, ante la
retórica anti imperial del gobierno venezolano y su vanguardia en la
configuración de un continente menos plegado a sus intereses geopolíticos y económicos
en la conformación de organismos de integración sin la presencia de los EE. UU,
no se ha hecho esperar en el reacomodo de bloques de mandatarios, alineados con los intereses del norte, que se
posicionan en contra del gobierno venezolano en diversos espacios de la
geopolítica mundial
Ante estos nuevos
escenarios las iglesias y los cristianos en general se encuentran en un tipo de
desierto tan complejo y confuso como lo es la misma realidad socio política que
experimenta el resto de la sociedad. Es común encontrar sectores cristianos que
han radicalizado sus posturas tanto de los que apoyan al gobierno como de
quienes lo adversan. Los primeros atribuyendo la crisis a agentes
externos, han absolutizado el actual proyecto político, mientras que los
segundos han sacralizado el status quo y
acusan al gobierno de ineficaz por decir, lo menos. Mientras unos maximizan los
aciertos, los otros los minimizan; mientras unos minimizan las falencias, los
otros las magnifican y cada uno es capaz de encontrar textos bíblicos para
sustentar su "racionalidad". Estamos
entonces ante la divinización de posturas de naturaleza temporal y constantinianas
cada una a su estilo y no pocas veces el elemento religioso sale a relucir para
lavar la cara de alguno de los grupos en solidaridad automática.
Esta
realidad ha demostrado y visibilizado que el cristianismo que se vive en el
país también está en crisis, tanto como la teología que los sustenta. En la
actual coyuntura las iglesias no han estado a la altura de las exigencias
sociopolítica que les ha tocado vivir y mucho menos han sido capaces de admitir
o de percatarse de ese hecho. Hay un desencanto generalizado que embarga a los
grupos religiosos de ambos bandos, porque el liderazgo que seguían no satisfizo
las expectativas que se habían levantado: unos de mejorar las condiciones de
vida de los ciudadanos y los otros de derrocar al gobierno. Esto ha hecho que
sectores cristianos afines al gobierno se hayan replegado del espacio político
y se refugien en un evangelio de carácter reaccionario y de apatía a todo aquello
que implique compromiso con los problemas de la sociedad y han desempolvado la
actitud de “espectadores sociales” que caracterizó a la iglesia en la época del
bipartidismo. De igual forma los grupos cristianos de oposición, se han
refugiado en una lectura reaccionaria de la historia venezolana, alegando que
es necesario regresar al país que se tenía en la era del bipartidismo como
modelo de sociedad, y otros aún más radicales abogan por un regreso a la época
de la dictadura.
Las iglesias no han
sido capaces de transcender la polarización política y no han sabido manejar la
misma a lo interno de sus espacios. Mientras la crisis afecta directamente a
sus propios miembros, las radicalizaciones políticas, sustentadas en la fe, han tomado
lugar también a su interior. Mientras que, en otros, la decepción y la
frustración de ver sus esperanzas truncadas en el fracaso del proyecto político,
se han replegado en su participación adoptando posturas de resignación. Además,
se hacen exigencias a los actores políticos que ellas mismas no son capaces de
cumplir y, además, le cuestionan a la ciudadanía en general, acciones y actitudes que
las mismas reproducen a su dinámica interna. Exigen dialogo y reconocimiento de
las diferencias de los actores políticos, cuando las organizaciones eclesiales
son incapaces de sentarse con grupos que no están alineados a sus posturas,
cuestionan la intolerancia y el odio político, mientras muchos de sus discursos
están plagados de violencia religiosa contra quienes creen o piensan diferente. La iglesia cristiana no católica de Venezuela le pide al país lo que ella no ha sido capaz de hacer: sentarse a dialogar con quien piensa diferente. El antiecumenismo nacional es una clara evidencia de ello.
La situación ha hecho
que algunos líderes cristianos retomen con más fuerza un mensaje de carácter
apocalíptico y catastrófico, interpretando la crisis como parte del designio
divino y evidencia de los últimos tiempos; mientras que grupos de corte más neo
pentecostal se atrevieron apostar por sacar provecho de la situación ofreciendo
asistencia social con fines proselitistas, que finalmente se tradujo en la
candidatura de un pastor a la presidencia de la república en las últimas
elecciones. Es un hecho que a las
iglesias le ha costado entrar en sintonía con las angustias y el sufrimiento
que aquejan a la población venezolana y con los fenómenos que la crisis
sociopolítica ha hecho emerger a la superficie del debate público: derechos
humanos, pobreza, exclusión, corrupción, violencia, migración, xenofobia,
injusticia social, abuso de poder, entre otros.
Pareciera que los
únicos temas que logran movilizar a las iglesias a posicionarse en el ámbito
público, y tomar acciones de incidencia política son los vinculados a la despenalización
del aborto, el matrimonio igualitario y la equidad de género, asuntos hacia los
cuales expresa un rechazo capaz de llevarles a crear alianzas hasta con
sectores del mundo católico con quienes históricamente han mantenido distancia
o a claudicar a su afinidad al gobierno
o a la oposición, dependiendo de cómo estos se ubiquen en estos debates.
A
modo de conclusión
La sociedad
venezolana cambió acelerada y drásticamente. El espacio político y social está
marcado por nuevas realidades que se pasean por todo el escenario Cuando el
mundo está en crisis y además en rápidos y profundos cambios, entonces toda la
vida lo está de una u otra forma, de tal manera que las iglesias no pueden considerarse
un ente extra mundano que no es afectada por las convulsiones socioculturales
que se experimentan en la actualidad. Las iglesias están en crisis
sencillamente porque la misión de las mismas ya no da cuenta de las nuevas
realidades y subjetividades, porque las preguntas cambiaron y las respuestas desde
la fe no resultan tan sencillas de dar (Mr. 2.21, 22; Mt. 5.1-48).
Si algo ha
caracterizado estos últimos años ha sido la incertidumbre política que embarga
a la población, pero también la incertidumbre teológica que hay en las
comunidades eclesiales en el sentido que las preguntas y realidades que hoy
emergen desde diversos espacios han desbordado la capacidad de comprensión a
partir de la fe tradicional. La teología anquilosada no da cuenta de los
acelerados cambios sociales y de los conflictos políticos contemporáneos tanto
locales como regionales (Luc. 4.14-21).
Para las iglesias
cristianas es muy fácil admitir el colapso de los modelos políticos, pero está
negada a asumir y a reconocer su propio colapso. No se cuenta con un andamiaje
teológica y epistémico que permita abordar la realidad desde la fe de manera profética
y critica. En su mayoría las iglesias siguen ancladas en responder preguntas
que ya nadie se hace y a pasar por alto las interrogantes de las nuevas
realidades. La realidad sociopolítica cambió las preguntas,
pero las iglesias no cambiaron las respuestas: ¿Cómo entender la misión
profética de la iglesia en el s. XXI de tal manera que podamos ser fieles al
Evangelio de Jesús y a las demandas socio históricas en contextos de
incertidumbres y nuevas subjetividades? Esta pareciera ser una de las interrogantes
que con mayor urgencia exige que se ponga atención y trabajo
Finalmente, las iglesias no deberían darse
el lujo de evadir su responsabilidad histórica asumiendo actitudes escapistas, reaccionarias
o de asimilación acrítica. El desafío hoy para los cristianos y cristianas de
Venezuela es superar la sorpresa que generan los rápidos cambios sociales,
discernir e interpretar los gritos y preguntas de quienes están en necesidad y
articular una participación política pertinente en la cual el Evangelio del
Reino no se diluya ni domestique, sino que mantenga la misma fuerza y
pertinencia expresada en la praxis de Jesús de Nazaret.
La mayor presencia se ha visto en que algunas han organizado acciones
de asistencia social recolectando medicamentos, alimentos, haciendo jornadas de
salud, entre otras para atender necesidades puntuales en la población.